Érase una vez un chaval con el alma sedienta de transformar el mundo. No sabía en qué forma esa sed iba a materializarse: ¿descubriría una nueva fórmula que hiciese la vida de las personas mucho más agradable? ¿Inventaría un aparato que simplificase su vida? Ni idea…
Con el empuje de su alma le pareció una buena idea (incluso lógica) el entregarse a fondo en su formación. ¿Cómo sino iba a lograr mejorar el mundo? Había que aprender mucho. Sobre todas las cosas. Así, ese chaval entregó su curiosidad, alegría, determinación, imaginación, talentos y, por lo tanto, su alma a ese aprendizaje. Confianza ciega en el mundo que existía en ese entonces. La confianza que emite la mirada de un niño.
Su alma era tan grande y potente que no solo disfrutó de ese camino sino que, además, destacó más que nadie en su curso. Se recuerda superar alguno de esos años con una media de casi un 10. En todas las materias. Lo que no se había dado cuenta este chaval es que esa entrega ciega empezaba a dibujar un oscuro enemigo. Uno que sería tan poderoso como la pureza de su alma.
Los años fueron pasando y con ellos los éxitos se cosechaban a montones: notas extraordinarias, trofeos en futbol, en campeonatos de vela, amigos a montones y risas a borbotones. Pero ese dibujo oscuro que empezó en lápiz como algo anecdótico ahora ya se perfilaba en tinta de bolígrafo. Y había empezado a presentar alguna que otra batalla.
En las crónicas de este chaval (Tituladas «Las crónicas de un buen estudiante«) se pueden leer varios ejemplos. Comparto una, con su permiso, para no alargarme en exceso. Hubo una plácida noche cualquiera, alrededor de sus catorce-quince años, donde toda su familia se fue a dormir. Debían ser aproximadamente las 23h cuando él, desesperado, trataba de memorizar la vida y obra de toda la Generación del 98. Un conjunto de célebres autores que se supone son importantes conocer para el buen desarrollo y que hacer de la vida humana que le esperaba fuera de la escuela. Frustrado de sueño, atormentado por haber dejado todo para el final una vez más y con la presión de ese futuro 10 y esa felicitación y reconocimiento del profesor, ese chaval explotó en solitario. Sentado en un cálido suelo de buen parqué (que en ese momento ya no apreciaba y no le importaba una mierda), lanzó con rabia su lápiz tan fuerte como pudo. Intentaba desprenderse de ese pedazo de dolor interno que tanto le quemaba. La mala fortuna quiso que ese lápiz rebotase de tal manera que (no me preguntéis cómo) se le acabó clavando la punta en el dedo de la mano derecha.
A día de hoy se sabe que este suceso no se trataba de la mala fortuna, sino que era la vida, muy sabia ella, quien no sabía cómo avisar al alma de ese chaval de 14-15 años que se estaba alejando de su pureza. Hacía mucho tiempo atrás que el chaval había desconectado de su curiosidad innata, su alegría se marchitaba, ya no disponía de determinación, y su imaginación y talentos empezaban a menguar. Se rumorea que aún se puede divisar la marca de la mina del lápiz en el dedo del medio de la mano derecha. Imperceptible a la vista de cualquiera, grabada a carbón en la mirada de esa alma.
Podemos imaginar que ese chaval acabó sacando una buena nota. No la mejor de su historia, pero lo suficientemente buena para conseguir esa droga que suponía el reconocimiento. La oscuridad avanzaba a paso firme, como ese ejército de Orcos en el abismo de Elm: segura de conquistar la fortaleza. Y a diferencia de la película, esta vez no aparecieron los caballeros de Rohan a salvar los muebles. Nos sumiríamos en una era oscura, aunque maquillada de «ir haciendo» y «parecer importante«.
Porque, de repente, la vida adulta asomaba a la puerta: había que elegir carrera. (Nota del autor: fíjate que el chaval ni siquiera se planteaba otro camino que no fuera ir a la universidad). Repleto de oscuridad bien maquillada por falsa seguridad y buenas notas; ese chaval sin ser consciente eligió alargar su agonía durante muchos años más.
Siguen «Las crónicas de un buen estudiante» con una historia si más no curiosa. Parece ser que esa alma pura y grande, toda pequeña y arrugada, aún presentaba algo de luz. Susurraba de vez en cuando historias de cuando el chaval aún perdía la noción del tiempo. O ponía de manifiesto nombres de personajes (casi todos ficticios) que le hacían embobar, como por ejemplo el gran detective Colombo, las historias de los 5 de Enid Blyton o el famoso Sherlock. Pero la voz de esa alma era tan débil frente a la hábil oscuridad, que ésta se lo manejó bien para tapar cualquier rebelión.
Obviamente un chaval con esta capacidad para los estudios y la vertiente científico-tecnológica tenía que estudiar una ingeniería. «Lo otro sería desperdiciar tu vida» decía la vocecita. «Y tiene que ser la más difícil, por supuesto, porque no has llegado a ser el mejor de tu promoción para rebajarte ante nadie. Tienes que seguir demostrando tu valía«, remataba. Había algo que chirriaba en este argumentario. Pero ese chaval era el mejor. Los mejores no necesitan pedir ayuda.
Y así, es como ese chaval con 17 años cargado de miedos, inseguridades y un supuesto «futuro prometedor» empezó a hipotecar su vida sin darse cuenta. Una oscuridad nacida de su confianza ciega en el mundo que existía (y que aún hoy existe) y que fue apagando la pureza de su alma que había venido a transformar y mejorar el mundo para hacerlo más humano.
Así es como ese chaval entró en Telecos en la, se supone en esa época, prestigiosa UPC de Barcelona. Influenciado por todo su entorno menos por él mismo. Y así es como ese chaval, yo hace 18 años, te lo explica. Durante muchos años me decía «no sé qué hacer con mi vida» y me he sentido perdido muchos años. Pero he salido de esa oscuridad y te voy a contar cómo. «Las crónicas del buen estudiante» han empezado.
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